León Tolstoi está con su traje de mujik, con sus gruesas botas de campo, con su aborrascada barba de atamán cosaco, con su gruesa nariz de campesino y con sus pequeños ojos ágiles de roedor, en el claro de los fresnos, junto a las torres blancas de Yasnaia Poliana, frente a la inmensidad de las nubes y de leguas del cielo y de la tierra rusa. Así lo vemos todos. Así ha quedado para la inmortalidad.

Está cercano a los sesenta años y en el pleno y fecundo conflicto de su vida con su tiempo y con su circunstancia. Es el noble barin señorial, el antiguo oficial de la guerra del Cáucaso, el disoluto joven del Moscú y del Petrogrado de Nicolás I, el hombre pleno de remordimientos y de conflictos de conciencia que no ha logrado hallar la paz consigo mismo. Vive en medio de la imperfección y de los instintos arrastrado por una sed de amor y justicia que no logra saciarse. Está agobiado de conmiseración por la suerte de todos los hombres y, particularmente, por la de los humildes y los pobres. Le parece que en todas partes el hombre es la víctima de una maligna estupidez que lo degrada. Y la peor y la más inaceptable de todas las injusticias le parece la muerte.

Por mucho amar ha tratado de comprender y de acercarse a los hombres. Verlos, sentirlos, vivirlos y expresarlos. Contar el inagotable cuento de la pasión del hombre sobre la tierra. Por eso mismo acaso su narración es casi un hecho natural. No se le mira artificio, no se le siente esfuerzo. Podría seguir contándonos sin término la siempre maravillosa aventura de los hombres.

Lo ha hecho con una magnificencia y un poderío casi incomparables. Lo hizo en las obras de juventud y en las de la intemporal madurez. A los cuarenta años había publicado una de las más extraordinarias creaciones de la literatura universal: La Guerra y la Paz. No solamente toda Rusia, sino todo el hombre se movían con veracidad incomparable en aquel inmenso relato. La sísmica sacudida de la guerra sobre todo un pueblo, en todas sus clases y en todas sus relaciones humanas, en centenares de personajes vivientes y, entre ellos y sobre ellos, la presencia y el llamado de la tierra nacional. El mismo no sabía si aquello era una novela o un poema épico u otra cosa sin nombre. Era Rusia en la terrible hora de su destino frente a la invasión napoleónica. No era un libro para leer, era una experiencia para trasladarse a vivir dentro de ella. Estaba lejos de ser una obra de arte. Contenía digresiones, sermones, interpolaciones, comentarios y glosas. Era una tentativa gigantesca de integralización de un pueblo y de un tiempo.

Para el hombre que había escrito en angustiosos y agotadores años aquella desmesurada obra, hubiera debido ser difícil emprender después otro libro. Pero para cosas no eran, sino que sucedían y había que contarlas para que no se perdieran su significación y su enseñanza. Diez años después publica Anna Karenina, tal vez la más grande novela del amor mundano y del adulterio. Vronski, Anna, su marido, el flujo y reflujo de la pasión que crea y deshace el mundo de los amantes, viven dentro de aquellas páginas con una espontaneidad plena y casi inocente. Hay mucho de él y de su juvenil petulancia en Vronski, como hay siempre mucho de él en todas sus obras. Un hombre para quien la realidad podía tener semejante valor poético no podía hacer otra cosa que revivir o continuar viviendo dentro de sus personajes.

Los grandes conflictos de su alma son sus temas, y sus obras mayores son una especie de confesiones. El constante conflicto de la presencia del mal con su sentimiento religioso, lleno de raíces panteístas rusas, aparece mil veces en sus relatos. El ansia de amor, y de justicia, que lo hace sufrir sin tregua, no sólo será el tema de sus libros, sino que lo llevará en su propia vida por un difícil y contradictorio camino en busca de la perfección moral. Verá con horror el lujo y la vida de la ciudad, tomará como ideal la existencia simple y el trabajo de los campesinos. Los aldeanos y los visitantes de la gran propiedad verán con asombro al señor conde segando trigo con los labriegos, cantando canciones de cosecha con su recia voz o haciendo botas con sus manos, para honrar la santidad del trabajo.

La búsqueda de la pureza y del bien lo pone constantemente en contradicción con su vida y su medio.

Choca con su mujer y con sus hijos, a quienes escandaliza o atemoriza con sus bruscos estallidos de protesta o con sus crisis de misticismo y de humildad. Quiere ayudar a traer sobre la tierra un orden social inspirado en la enseñanza evangélica. De la ira pasa a las lágrimas, arrastrado por su poderosa e incontenible sensibilidad.

Todo ese tormento interior va a verterse en su extensa obra. Escribió hasta la víspera de su fin novelas, cuentos, dramas, y alegatos en defensa de sus ideas. La edición oficial de sus obras completas pasa de los noventa volúmenes. En todos ellos, narraciones o ensayos, el móvil es el mismo, luchar contra el mal y predicar el bien y la justicia.

Pero hay formas del mal que parecen ancladas en la propia naturaleza humana o que son el reverso del bien. Como es el caso del amor y de la muerte. El tema de la muerte surge en Tolstoi con alucinante frecuencia. Era en realidad su preocupación fundamental. En las grandes creaciones novelescas o en los relatos cortos aparece y reaparece con presencia de obsesión. Desde los simples cuentos de campesinos, que compuso casi para ser dichos a sus labradores y en los que la muerte es como un personaje de retablo que llega a caballo o que espera a la puerta de las granjas, hasta los grandes adagios sinfónicos de la hora final de sus grandes criaturas.

Hay, sin embargo, una obra en la que expresa esa preocupación con la más poderosa y convincente desnudez y que es como la destilación suprema del sentimiento de Tolstoi ante la muerte. Es, precisamente, La Muerte de Iván Ilich. En ella ha reducido la tragedia a sus más directos y escuetos términos y la ha despojado de todo recargo de decoración. Ha centrado todo el misterio doloroso del acabamiento de la vida en un hombre común en quien lo único grandioso va a ser realmente el enfrentamiento con la muerte. No hay obra de Tosltoi en que haya logrado más con medios más simples, y es en verdad una de las mejores pruebas de su genio de narrador. Había visto morir hermanos, amigos, seres oscuros, y grandes personajes. Había visto morir, arrasado en lágrimas, a un hijo suyo pequeño, pero es en la agonía larga de aquel juez de provincia que va a centrar todo el poder dramático del encuentro de todo hombre con la muerte.

Presente en su obsesión por el amor y la muerte estaba siempre su insaciable busca de Dios. A su manera, fue una de las más grandes almas religiosas de su tiempo. Buscaba sin cesar a Dios, como un hilo que pudiera conducirlo por entre la angustia de la maraña humana. Pero al mismo tiempo estaba exento de todo adoctrinarismo estrecho y de todo dogmatismo oficial. Su ansia insatisfecha de santidad venía más del sentimiento que del conocimiento.

Ya en los años finales de su vida, que fueron ciertamente los más atormentados y duros, hubo un testigo de excepción que lo observó con amor y asombro. Fue Máximo Gorki joven. Lo veía como si fuera un ser de naturaleza sobrehumana.

“En su diario que me dio a leer – anota en una ocasión -, me impresionó un curioso aforismo: “Dios es mi deseo”. Cuando le devolví el libro le pregunté cuál era el significado de aquello. “Un pensamiento inconcluso”, me dijo mientras miraba la página y volvía los ojos. “Debí querer decir: Dios es mi deseo de conocerlo… No, tampoco.” Se puso a reír mientras metía el libro doblado en un tubo dentro del gran bolsillo de su blusa. Tiene las más curiosas relaciones con Dios. A veces me recuerdan el cuento de los dos osos en la cueva.”

Y en otra parte dice, en una emocionada reminiscencia:

“Tuve muchas largas conversaciones con él, cuando vivió en Gaspra, en Crimea… Sé tan bien como cualquiera que ningún otro hombre merece tanto como él, el nombre de genio, ninguno fue más complicado, contradictorio y grande en todo; si, en todo. Grande en cierta extraña forma, amplia, indefinible con palabras; hay cierta cosa en él que me impulsa a gritar a todos: “Miren qué maravilloso hombre está viviendo en la tierra.” Porque es, por decirlo así, universalmente y por sobre todo, un hombre, un hombre de la humanidad.”

La muerte del anciano fugitivo en la solitaria estación de Astapovo puso un fin teatral a aquella vida titánica. No es posible entrar con indiferencia en su obra. Es uno de los más extraordinarios y poderosos testimonios del hombre sobre su propia naturaleza.

Había sido ante todo y sobre todo un ser necesitado de mar y de ser amado. De amar y de ser amado por todos los seres humanos.

A los ochenta años había escrito en su Diario:

“Todo el día he sentido una impresión estúpida y triste. Hacia la noche este estado de ánimo se ha transformado en un deseo de caricias, de ternura. Hubiera deseado, como en mi infancia, apretarme contra un ser amante y compasivo, llorar con dulzura y ser consolado… Volver a ser pequeño y acercarme a mi madre, a la que nunca pude dar ese nombre, porque yo no sabía hablar todavía cuando ella murió… Ella es mi más alta representación del puro amor, no del frío amor divino, sino del cálido amor terrestre, maternal… Tú mamá, tómame, mímame… Todo esto es locura, pero todo esto es verdad.”

Es a la humanidad entera a la que sigue clamando y llamando con la voz encendida de amor y de angustia de su obra incomparable.

Texto extraído de la colección de libros de la

BIBLIOTECA BASICA SALVAT  1969

 

 

 

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